[Leído en la presentación del libro El Principito en Otomí del Valle del Mezquital en la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología el 23 de julio de 2014]
Cuando me preguntan cuál es mi libro favorito siempre contesto que El Principito. Lo primero que piensan, aunque no me lo digan, es que es un libro para niños (como si eso lo demeritara) y seguramente empiezan a sospechar que llevo años sin leer un libro. Les diría que pasé un par de años por la licenciatura en letras y que incluso he impartido cursos de regularización de Literatura, pero, como dice el mismo libro, es cansado para nosotros los niños (y lo digo yo, a mis 30 años) andar dando explicaciones de todo a los adultos.
Justo este mundo dividido entre niños y adultos es lo primero que uno se encuentra cuando comienza el libro, con la famosa dedicatoria a “León Werth, cuando era niño”. El autor sabe cómo ganarse a su público, haciendo que se identifiquen con él, narrando un episodio de su propia infancia, cuando decide camuflajearse en el mundo de los adultos. ¿Cuántos niños, gracias a este libro, no habremos terminado pensando igual, decidiendo conscientemente n(unca perder esa visión simple de las cosas, discerniendo entre los absurdos y las cosas realmente valiosas? ¿Cuántos, ya varios años después, están preguntándose si no terminaron convirtiéndose en uno de esos adultos? A mí, personalmente me entristece reconocer que siento la necesidad de justificar ante otros por qué el principito es mi libro favorito. Me entristece porque es como aceptar que yo también, lamentablemente, y como dice el autor, “debo haber crecido”.
Si debiera dar razones, hablaría de la profundidad de algunos de sus temas, como el de las separaciones (el Principito de su rosa, del zorro, del piloto), el de las valoraciones (la hermosura no es cuantificable, las cosas valen por nuestra relación con ellas, lo desagradable no debería opacar lo bello) o el absurdo humano (el afán de contar, de poseer, de reinar, de juzgar superficialmente, de ahorrar tiempo…). Pero la importancia del Principito va más allá de esto: es un libro infantil universal.
Es riesgoso hablar de universalidad cuando se habla de una obra literaria tan occidental: a uno se le puede tachar de vulgar eurocéntrico. El que se haya traducido a más de 250 idiomas (al swahili, al yiddish, al esperanto) no lo hace universal, sino globalizado, ¿verdad? A mí, en lo particular, me gustaría imaginar otra cosa… quisiera imaginarme a un niño maya, tobá… a uno quechua… [estas son tres lengua indígenas de nuestro continente a las que está traducido el principito] leyendo entusiasta en su lengua materna un cuento sobre un niño que vive en un planeta pequeñísimo, que viaja a la tierra a buscar amigos. Me imagino a ese niño contándole a su madre lo que leyó. Supongo que la emoción con que lo haría (sin importar la lengua en que se haga) sería la misma. Por eso digo que es universal, y por eso celebro tanto que exista una edición en otomí, y espero algún día sea traducido a cada una de las 364 lenguas indígenas de nuestro país [aunque unas cuantas de estas lenguas no las hable ningún niño actualmente, como el ayapaneco o el kiliwa].
Hablar de una publicación en una lengua indígena mexicana de una obra literaria mundial merece un comentario especial, adicionalmente al ya realizado sobre su importancia literaria. Este comentario tiene dos puntos principales: el primero es en la lengua otomí se escribe y se publica, y el segundo es la lengua otomí (al igual que cualquier otra lengua indígena mexicana, y al igual que cualquier otra lengua del mundo) puede ser la lengua meta de una obra literaria como El Principito.
Ambos puntos parecieran ser obvios y naturales para los conocedores. Lamentablemente no sucede lo mismo con la población general. Existe la concepción (no solo equivocada, sino también peligrosa) de que las lenguas indígenas mexicanas tienen un valor inferior al de otras (debido a que –citando- “no tienen escritura” o “las habla poca gente”), y que ni siquiera llegan a ser lenguas, sino algo que ellos llaman “dialectos”. Erradicar este tipo de concepciones equivocadas en la población general es un trabajo titánico. Ya el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas reconoció que es menos complicado el abandonar completamente la palabra “dialecto” que de alguna manera quitarle su popular e inmerecida connotación peyorativa. Por eso a las lenguas indígenas de México les llamamos “lenguas”, “idiomas” o “variantes”, y nunca “dialectos”.
Es por esto que la publicación de este libro no solamente tiene un beneficio para sus potenciales lectores. Cuando se da a conocer la existencia de este libro en el público general, este ve materialmente que efectivamente la lengua otomí se puede escribir (del mismo modo que cualquier lengua del mundo puede escribirse) y que es tan apta como cualquier otra para ser la lengua destino de una traducción literaria. Cuando Marisol Ceh Moo escribió una novela policiaca en maya yucateco, le preguntaron si su lengua bastaba para el género (obviamente la respuesta es sí). Tristemente, también se le reprochaba el salirse de los géneros tradicionales de la lengua. Esto sucede porque a mucha gente, en el fondo, aún le cuesta aún reconocer que las lenguas indígenas mexicanas actuales son lenguas modernas tanto como lo es el español que hablamos.
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